¿Y esa hélice?

Corría el año 1955, cuando en el mes de octubre, un avión Douglas C-47 del Escuadrón Aéreo de Transporte No.1 (T-1), tripulado por el teniente Pablo Gustavo Curiel Mutis, el sargento técnico Luis Napoleón Galaratti y yo, para la época un joven subteniente, como copiloto, cumplíamos una misión de vuelo rutinaria.

Aquel sábado volábamos desde la base aérea de Boca de Río (actual base aérea ‘Mariscal Sucre’) hacia un campo de aterrizaje improvisado en Cararabo, en sur del Estado Apure, al lado del río Meta para llevar provisiones al puesto de la Guardia Nacional que allí aún funciona.

Para ese día el tiempo era gris, nublado, lluvioso (con chaparrones aislados) y con un techo de unos 3.000 pies. Estas condiciones de vuelo eran normales en esos meses correspondientes a la estación de lluvias.

Llegamos a Cararabo y el teniente Curiel Mutis realizo un par de pasajes sobre la rudimentaria pista para alertar a los Guardias Nacionales acerca de nuestra llegada y para que se alistaran para descargar la comida y el resto de la carga enviada por el Comando General de la Guardia Nacional.

La pista de aterrizaje, larga y ancha era un campo verde, visto desde el aire, por la vegetación que la cubría. El contacto con el suelo fue suave, pero casi inmediatamente nos dimos cuenta de que la improvisada pista estaba inundada por las lluvias, Curiel aplicó los frenos con firmeza, pero el avión no redujo la velocidad porque los dos cauchos del tren de aterrizaje se deslizaban sin girar (efecto ‘ski’).

Ante esta inesperada situación y ante una pista que comenzaba a terminarse, Curiel decidió hacer girar el avión hacia su izquierda en busca de terreno seco para detenerlo y para lograrlo aplicó toda la potencia del motor derecho, el de mi lado; y así el avión comenzó a girar cuando, de pronto, la rueda derecha cayó en un hueco que la paró en seco.

En simultaneo, con la brusca detenida, oímos una explosión; el avión se sacudió violenta e intensamente una sola vez. Fue cuando vi una hélice completa, con sus tres aspas, corría saltando para, entre tumbo y tumbo, finalmente detenerse allá adelante.

De seguidas, me asomé por mi ventana lateral derecha para mirar el motor del mismo lado y me conseguí con un boquete en el centro del mismo, lleno de engranajes, destilando aceite hirviente y cubierto difusamente por un poco de humo negro y espeso.

Cuando bruscamente, volteé mi cara alarmada hacia Curiel para decirle lo que había visto, él se me adelantó y señalando la hélice que teníamos delante y que reposaba ‘placida’ sobre el verde césped, a unos 30 metros de nuestro avión, me pregunto: “¿Y esa hélice?”.

“¿Y esa hélice?”

Angustiado, ante la tragicómica situación, le respondí: “¡Es nuestra!”. A lo que el aún más ansioso capitán de la nave riposto: “¿Cómo?”, “¿Es la nuestra?”.

Como epílogo de aquel accidente, concluyo diciendo que la Comisión Investigadora de Accidentes eximió de toda responsabilidad operacional al teniente Pablo Gustavo Curiel Mutis por las condiciones tan difíciles de maniobra de aquel modesto campo de aterrizaje; cubierto de agua y sembrado de invisibles huecos producidos por los bachacos como ese que detuvo abruptamente nuestro avión y ocasionó que, la hélice del motor número dos saliera despedida en saltarín a campo traviesa.

A los días la aeronave fue inspeccionada en el sitio, se le instaló un nuevo motor con su hélice, y despegó hasta su Base Aérea de origen para incorporarse a la línea de vuelo del Escuadrón.

Por: general de división Maximiliano Hernández Vásquez

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